Emboscada celebración de la lectura. (2024)

Emboscada celebración de la lectura. (1)

Gozosooficio de difuntos por D. Fermín Minar Flores, cuyos últimos ejemplaresexistentes fueron adquiridos en las jornadas de Pizpirigaña, a los pies delmacizo de Gredos, por amables intelectores.

FedericoMartín, quijotesco, valleinclanesco y briago ilustre del verbo encarnado,bucólico comunista, tuvo a bien oficiar lo que he calificado en el título como «gozosooficio de difuntos» de un muerto antiguoque, al conjuro de su voz, firme y vacilante, imperativa y llena de todos losecos de la mejor literatura universal insufló nueva vida a personaje con tanpeculiar aventura como la de vivir, primer alienígena humano que lo hacía, enel recóndito, por demasiado común, espacio del Diccionario, con la mayúscula delpequeño e ilimitado país a cuyos contados nativos nunca acaba de conocérseles del todo.

Como suelesuceder, ¡para desconsuelo, ay, de los contumaces lectores!, fue un zorronglónquien protagonizó tan excepcional «visita», del mismo modo que hubo de ser unaniña quien atravesara el espejo para conocer el revés del mundo de lasparadojas —que no el mundo al revés…—, en vez del propio autor, Carroll, dequien hubiéramos esperado los más brillantes diálogos con sus fantásticascriaturas, en vez de asistir, como lo hacemos, a la gozosa cadena deperplejidades de Alicia.

Los ritos enplena naturaleza lo tienen todo de viejos druidas moviéndose a sus anchas entreviejos conocidos: las hierbas salutíferas, los árboles, que nos dan la réplicafirme de la auténtica eternidad, los animales que son fieles a lo que saben queson, ¡el más alto grado de conocimiento!, como el de los pájaros cantores, lasardillas trepadoras o el majestuoso vuelo de los cernícalos que «agarran» alescurridizo ratón de campo para fijarlo en su efímera muerte doblada, como losrelojes de Dalí, antes de confundirse con las entrañas del ave.

Federico,maestro de obra prima de la excelsa artesanía del verbo, ofició, ya digo, deVirgilio y de Mefistófeles al frente del entusiasta colegio cardenalicio dePizpirigaña, bien afincado en la piedra ancilar de Pedro Delicado, para transformarun bosque en un bosque de palabras, presidido por el cartel, literalmentefabuloso, del nunca suficientemente ensalzado ilustrador Javier Serrano. Y enese escenario en que convivían, sumas de armonías y luz no usada, las voces dela naturaleza, fui invitado a oficiar una celebración de la lectura para la queFederico me dio el pie (luego resuelto en cronológico puntapié…): Mamotretos,libros y libelos, un océano de suposiciones donde naufragué hasta que misinsomnios contemplaron lo que ya temí que podría suceder: la nada ingeniosainvención de la «conferencia mamotreto», una cabalgata de necias vanidades aque los intelectores somos propensos: aburrir con lo que hemos leído y escritopara hacer bueno el apotegma de Gregorio Marañón: «A menudo los aplausos de laaudiencia son las gracias que se le dan al orador por haber acabado».

De cómo me fueen la feria, al margen del ladrillo de hormigón que sigue a estas líneas, puedodecir que tuve la inmensa suerte de dirigirme a una audiencia de fraternalesintelectores con quienes desde la tarima del conferenciante, creo que establecí,para mi inmediato alivio emocional, una complicidad que me permitió caminar porel desierto de tópicos y entusiasmos que no puede dejar de ser una disertaciónsobre algo tan íntimo como el placer de la lectura y la autobiografía lectora,lo que Coleridge llamó Biografía literaria.

El retiro deSan Pedro se llama la acogedora casa rural en cuyo generoso espacio emboscado,a los pies de la majestuosa Sierra de Gredos, se celebró el bendito aquelarrede la lectura al que se me invitó como «brujo», pero del que salí, tras laintensa solidaridad intelectora del día, literalmente «embrujado», de talmanera que mi Conjunta hubo de pellizcarme la mano, «*pizpirigañarme…»,para confirmar yo que pisaba el terreno firme de la realidad, no el filológicodel eternamente joven Fermín Minar Flores.

Abrí, pues, lajornada sabatina como aperitivo de poca enjundia, pero el día fue creciendo y elbosque de palabras se fue despertando. Tras la trunca disertación —y esta es larazón por que la publico hoy aquí, en este espacio acogedor de los intelectoresdel Diario de un artista desencajado, albergue de tantos mamotretos,libros y libelos—, la audiencia tuvo el gozosísimo honor de asistir al prodigiodel verbo encendido, ¡y la más feliz de las memorias que me haya sido dadonunca conocer!, de Emilio Pascual, quien disertó sobre su magnificenteúltima obra: El gabinete mágico: El libro de las bibliotecas imaginarias [Fementidanota a pie de página: Quienes lo oyeron y quienes conocen su obra, creativa yeditorial, una larga y generosa historia de amor a los libros y a la lecturasaben que ningún encarecimiento de su persona y su obra puede incurrir en elvicio de la hipérbole; antes al revés, quedan los justos reconocimientos tan cortoscomo el vuelo de las falenas, que apenas se despegan de la luz, para volver ymorir en ella.] En este Diario hay admirativa reseña de libro tanportentoso, y a ella me remito. Finalizó la mañana con, para mi Conjunta y mipersona, una auténtica sorpresa: la aventura editorial de las dos editoras deKókinos: Esther Kókinos y Cristina Peregrina, quienes, entre otras obras de sufondo, han llevado a cabo la más que meritoria nueva edición de las obras deAstrid Lindgren, autora de Pippi Calzaslargas, cuya adaptacióntelevisiva vimos muy complacidos en aquellos tiempos en que aún «series» nosignificaba lo que hoy significa, pero en los que no dejaban de ser lo que hoytambién son. Al hilo de la presentación de su aventura editorial —¿quién dijoque en el siglo XXI ya no había posibilidad de «aventura»?— tuvimos la fortunade asistir a un recorrido biográfico por la vida de Astrid Lindgren tan emotivocomo informativo.

Y a partir deaquí que solo sigan leyendo los heroicos intelectores capaces de atreverse contodo, incluso con este nuevo género de la «conferencia mamotreto». Mis másexpresivas y sentidas disculpas…, ¡y mi admiración eterna a quienes coronen lacima!

Emboscada celebración de la lectura. (2)
Federico y el ponente.

Buenosdías, antes de comenzar, permítanme, por amor a la exactitud, recordarles cuáles el título completo de esta disertación:

Laszahúrdas de Hermes: los ojos que leen; el cerebro que exprime; los pulgares*que crean…

Y la comienzo con lo que considero es la estantiguadel lector profano y la divinidad del lector enamorado: una nota a pie depágina. ¿Y dónde va esta nota auroral?, pues en «pulgares»:

* La filóloga BegoñaLópez Bueno sugiere, además de la acepción corriente, que usa «pulgares» comometonimia para «dedos», la posible alusión al autor de Los claros varones deCastilla, Fernando de Pulgar —en mis tiempos de estudiante Hernando delPulgar—, en el hecho de sacar pecho Ginesillo de Pasamonte de haber logradoemular, siendo de tan baja condición, la obra de un autor de renombre,escribano de la Corte de Juan II.

Quiero,además, prohijar este discurso con las palabras del gran semiólogo francésRoland Barthes, quien en su breve ensayo La muerte del autor, nos dice:

Hoy en día sabemos que un textono está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un únicosentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sinopor un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastandiversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es untejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.

1. El sueño del zorronglón.

Como soy escritor que me ahogo en unaoración simple, en cuanto Federico me invitó a estas jornadas para hablar dealgo tan misterioso como el título que él me indicó: Mamotretos, libros ylibelos, el canguelo se apoderó de mí y me dije que no iba a salir con biendel estrecho en que me ponía mi necia vanidad al aceptar, de mil amores ¡y sinacopio de razones!, una gentileza como la suya. Sí, un estudiantón mío, FermínMinar Flores, reconstruyó su vida a partir de la lectura y la frecuentación depersonajes tan extraños para él como las palabras del diccionario y un profesormefistofélico y anagramático como Manuel Leguna Belluz; y no hace mucho, como si le rindiera unhomenaje, tanto tiempo después, Emilio Pascual, que le regaló a aquella ficciónun puesto tan honroso en la colección Tus Libros, de Anaya, tuvo a bien acceder a la publicación, en su prestigiosaeditorial Oportet, de El tesoro olvidado, que subtitulé, con esaquerencia pretenciosa mía que no me quito de encima ni con los zorros del aseodoméstico, Breve tratado de la elocuencia minimalista, a pesar de quesus 751 páginas lo incluyen por derecho propio en el grupo de los «mamotretos»,sobre los que se me pide que me explaye.

El más reciente que he publicado y queresponde plenamente a esa categoría es,así pues, este tomito… El Tesoroolvidado, una invitación al uso depalabras que corren serio peligro de desaparecer del comercio lingüísticocotidiano y hasta de los diccionarios, a juzgar por cómo va disminuyendo lacompetencia léxica de los hablantes y, lo que es peor, de los estudiantes.

Pormi dureza de oído, que va requiriendo ya una digna trompetilla de anticuario…,confundí el asistente virtual de Amazon, «Alexa», la hermana preferida de todoslos hijos únicos de nuestro país, con «alexia», una de las entradas del tomito,donde puede leerse:

alexia. f. Imposibilidad de comprenderlas ideas por escrito.

El valor de nombre propio yexcesivamente común de este vocablo os permitirá brillar con indiscutible luzexpresiva propia cuando lo uséis en cualquiera de las infinitas ocasiones queencontréis para ello, porque, desgraciadamente, aún vivimos en una sociedad enla que la alexia está instalada como una plaga endémica. Y el mal va a más. Eldominio de los mensajes –¡pues no iba a cometer el error de llamarlosimpropiamente discursos!– audiovisuales ha ido reduciendo la ya de por síescasa capacidad de comprensión de los textos escritos que ha caracterizado anuestra sociedad, ágrafa y analfabeta en su gran mayoría hasta hacerelativamente poco y llena de analfabetos funcionales (los que sabiendo leer yescribir rudimentariamente ni leen ni escriben, al decir de Cela) que aumentan,actualmente, a medida que fracasan los sistemas educativos, de izquierdas y dederechas. Apenas la uséis con la piedad que se espera de vosotros y el respetoque a todos nos obliga para describir la impericia de alguien, habréis de deshacerel equívoco del nombre importado y encarecer la importancia de esa minúsculaalfa privativa que marca tantas palabras de modo negativo para afirmar un nuevosignificado (a veces en compañía de la n): anestesia, ateísmo ¡olas peligrosísimas anuria y adiaforesis! Habréis de insistir, poreducación y con compasión, en que no se necesitan estudios específicos parareparar en esa construcción privativa, y que descubrirla está al alcance decualquiera que alberguen un mínimo de sensibilidad lingüística, tan necesariapara poseer una expresión, en vez de ser poseídos, paradójica-mente, por laausencia de ella.

Ni uno ni otro libro, ni El tesoro deFermín Minar ni este Tesoro olvidado, se podrían haber escrito si miafición a ellos, los mamotretos, y también a los libros y a los libelos, no mehubiera sostenido en mi santa devoción lectora, porque, en parte, hice de esainclinación y ejercicio, una singularidad de mi carácter: no tanto leer lo quenadie lee, cuanto leer in extenso, y buena parte de a lo que pocos seatreven. Sí, lo reconozco, tendría mucho de exhibicionismo pueril, de haberhecho yo ostentación de ello, pecado que jamás he cometido: ufanarme neciamentede haber leído, sin perdonar una nota apie de página, los dos volúmenes de la Historia de los Heterodoxosespañoles, de Menéndez Pelayo, indispensable guía de lecturas provechosas,al decir de Juan Goytisolo, o los dosvolúmenes de las Actas de los mártires cristianos, leídos con no pocaintención morbosa, lo reconozco…, o los cuatro de El criticón, deBaltasar Gracián, la más feliz e ingeniosa novela alegórica de cuantas hayansido escritas, El filósofo autodidacto de Abentofail incluido… y,acercándonos más al presente, los tres densos volúmenes de Escrito a lápiz.Microgramas, de Robert Walser, nopor haber sido escritos en el más allá vacilante de la razón, menos afortunadosen sus aciertos, y baste este apunte de obra tan singular para calibrar elindeclinable atractivo de su lectura:

¡Ah,qué mala es la gente, qué pocilga llena de excusas el corazón humano! Lasexcusas baratas son extraordinariamente rápidas, y en esta rapidez se adivinaalgo tremendamente perezoso. Mientras hago estas declaraciones, que bienpodrían ser las más sinceras que haya hecho jamás, como chocolate. Quien no eslaborioso necesita de las más hermosas excusas baratas para ocultar su desgana.Una buena excusa barata es como una fortaleza. […] ¿Y qué son lasexcusas sino asesinos que atacan por la espalda? […] Una cosa sí sé: lasexcusas baratas nos hacen interesantes, de ahí que sean sencillamente un tesoro.

Y si hay autor «interesante», ese no puedeser otro que Robert Walser, admirado por Robert Musil, Herman Hesse y FranzKafa; un autor que describió su propia muerte, tal y como sucedería realmenteaños más tarde, en su novela Los hermanos Tanner, nítidamenteautobiográfica. Los Microgramas, escritos con lápiz en caracteresultradiminutos, han requerido una paciente obra de transcripción de más dequince años para lograr desentrañar lo que escribió en papeles de toda laya. Secreía obra de loco sin otro significado que el desvarío, pero la transcripciónminuciosa ha desvelado la divina locura creativa de la literatura, la cuartamanía que describiera Platón.

Todos estos meandros van, finalmente, adesembocar en la imposibilidad, ya comprometido yo en firme con Federico, deencontrar esa excusa perfecta de la que habla Walser y que me hubiera hechorenunciar, ya advierto que muy lamentablemente…, a estar hoy aquí con ustedes.De todos modos, y para hacer frente a los serios daños colaterales de mivanidad, ¡tan presta a comprometerme como a ignorar mi temible tendencia a huirde los deberes!, amparada, eso sí, en laautoridad bíblica: El ocio del escritor aumenta su sabiduría, el que estápoco ocupado se hará sabio, confiaba yo en que en el curso de algún sueñode los días por venir, pudiera encontrarme esta conferencia bien acabada, aseaditay dispuesta, una conferencia como mandan los cánones: un discurso que,emergiendo de la experiencia lectora íntima pudiera llegar al corazón de laaudiencia; o bien como acaso podría escribirla, según dicen, la amenazadora inteligenciaartificial, sin duda más poderosa y seductora que la biológica de este «servidor»(¡y a punto he estado de decir de este «rúter»…!) tan escasamente ordenada.

Latentación era grande: meter todos los datos en la benemérita auxiliar y asistiral espectáculo de cómo los organizaría para que saliera algo con un rostroreconocible. Dejo aquí la incógnita que, a tenor de lo sucesivo, habrán dedespejar mientras esté en el «abuso»… de la palabra: «¿Nos está hablando elponente o su alias cibernético…?» Lo que, traducido al sermo vulgaris,vendría a ser algo así como: «¿Habrá tenido la desfachatez de venir a «deponernos»una insólita conferencia en play back…!»

Lo cierto es que no hubo tal sueño, y, delo segundo, no me está permitido decir ni el clásico mu, que, al decirde los sinólogos, es como se pronuncia, también wu, el ideograma de lanada, del vacío, de la ausencia, el único que figura en la lápida del grandirector japonés de cine Yasujiro Ozu, maestro de maestros. Ahora bien, por loque tiene de declaración autobiográfica, dicho todo lo anterior, no está de másque les recuerde una sentida entrada de este Tesoro olvidado, que guardaestrecha relación con lo que acabo de decir:

[Leer la entrada «zorronglón» deldiccionario.]

zorronglón, na. adj.Aplícase al que ejecuta lentamente o con repugnancia las cosas que le mandan.

Conel cariño y la esperanza que los escritores ponen en el uso de palabras que nopertenecen al habla común, introduje yo zorronglón en mi otro Tesoro, el deFermín Minar, y aun a pesar de la difusión de la obra, no me consta que hayarevertido al pueblo aquella aportación, el reverdecimiento de una voz que, enel ámbito de la educación al menos, es capaz de describir casi hasta a un cuarenta por ciento delalumnado, a triste día de hoy, claro, en que las autoridades académicas, detodas las ideologías, han perdido el norte de lo que ha de ser la educación ennuestro país y la contemplan como lugar de catequesis o de auxilio social, ytodas, por halagar a los ignorantes votantes, como un centro penitenciariodonde recluir ad nauseam a quienes requieren algo más que la escuelaobligatoria para su formación integral. Que zorronglón lleve un zorro en susentrañas parece contradecir el significado de la palabra, ateniéndonos a laastucia y diligencia características del habilidoso ladrón de ganado avícola yprotagonista de diversas fábulas; pero, como en otras ocasiones, ahí está lasevera disciplina etimológica para buscarle explicación a ese aparentecontrasentido e indicarnos, de la sabiamano de Joan Corominas, el origen onomatopéyico del lusismo zorrar,‘arrastrar’, y de ahí a la dificultad de arrastrar un peso y hacerlo lentamenteya hay un pequeño trecho que se salva sin ninguna dificultad. Lo maravilloso de zorronglón, sin embargo, esese final «—onglón» que parece remitir a la dificultad de pronunciar conclaridad, como si a alguien que estuviera haciendo gárgaras se le exigiera de forma perentoriauna respuesta para cualquier pregunta, por banal que fuera. La composicióntotal de la palabra, así pues, indicabien a las claras no sólo la repugnancia a hacer lo que a uno le ordenan, sino,en no pocas ocasiones, la incapacidad intelectual para hacerlo de forma eficaz.“¡Estoy rodeado de zorronglones! ¡Cómo es posible que nadie haya traído losdeberes hechos!” “A los zorronglones les es de aplicación el perspicaz aforismode Emilio Pascual: Es posible que el olvido sea una forma piadosa de lafalta de voluntad” . “En este país das con la vara del deber en tierra y teflorecen los zorronglones como las amapolas en primavera, pero sin la másmínima vergüenza…”

Descrito y acaso aforismado quedo,como más adelante se verá.

Finalmente, ya para acabar este prólogoacaso demasiado extenso, los amantes de las digresiones, las simas y las zahúrdas…,saben que de los sueños, como las binzas del pimiento de la digestión, salen íntegrosalgunos poemas, esbozos de novelas, guiones de películas y aforismos, pero nuncauna conferencia… Hube, pues, de recurriral fondo de armario del vestuario lector para entresacar de tantos años defatiga ocular algo que darles hoy, para cumplir con el gravoso encargo deFederico, como un insólito juglar que se ha quedado sin materia, en vez de hacerlo que el momento y la ocasión exigen: mirar a nuestro alrededor y solazarnosen el callado discurso de la Naturaleza, que le inspiró a María Zambrano uno desus libros más hermosos, por cierto: Los claros del bosque; unespectáculo, este de la naturaleza, con el que es imposible competir…, y JuanRamón lo dejó dicho, con no poca tristeza en su poema Árboles hombres:

Ayer tarde

volvía yo con las nubes

que entraban bajo rosales

(grande ternura redonda)

entre los troncos constantes.

La soledad era eterna

y el silencio inacabable.

Me detuve como un árbol

y oí hablar a los árboles.

El pájaro solo huía

de tan secreto paraje,

solo yo podía estar

entre las rosas finales.

Yo no quería volver

en mí, por miedo de darles

disgusto de árbol distinto

a los árboles iguales.

Los árboles se olvidaron

de mi forma de hombre errante,

y, con mi forma olvidada,

oía hablar a los árboles.

Me retardé hasta la estrella.

En vuelo de luz suave

fui saliéndome a la orilla,

con la luna ya en el aire.

Cuando yo ya me salía

vi a los árboles mirarme,

se daban cuenta de todo,

y me apenaba dejarles.

Y yo los oía hablar,

entre el nublado de nácares,

con blando rumor, de mí.

Y ¿cómo desengañarles?

¿Cómo decirles que no,

que yo era sólo el pasante,

que no me hablaran a mí?

No quería traicionarles.

Y ya muy tarde, muy tarde,

oí hablarme a los árboles.

(Tomado de«Romances de Coral Gables», en En el otro costado, 1936-1942.)

El bosque donde nos hallamos y estos versos de Juan Ramón me hantraído a la memoria una escena que mi heterónimo Juan Poz recogió en su bitácoraProvincia mayor que el mundo eres —sí, claro, un título tomado de otro poemade Quevedo:

De buena mañana, cuando marcho lleno de energía al trabajo,gracias a las gachas de avena con leche de soja, arándanos, y frutos secos conque me desayuno, suelo tropezarme a menudo con una persona que desafía al fríovestido con una liviana chaqueta y con unos pantalones que le llegan apenas porencima del tobillo. Tiene una tontuna expresión beatífica que indica bien a lasclaras que habita en un mundo distinto del de la mayoría de los mortales, entrelos que me encuentro. Lleva siempre una bolsa de plástico colgando delantebrazo, pero ignoro qué guarda en ella, aunque bien pudiera ser comida paralas palomas o para los gatos callejeros. Lo esencial, para mí, de esta personaes la costumbre que tiene, cada día, de recorrer la avenida arbolada por donde llegoal trabajo, besando el tronco de cada árbol, agradeciéndole que esté allí,preservando la naturaleza, recordando que todo el terreno era suyo hasta que loocupamos con casas y calles, dejándoles el exiguo del alcorque, algunos deellos llenos de colillas, desde la prohibición de fumar en el interior de losedificios. El hombre sonriente los besa sin excesivos aspavientos, un besocálido y breve, al que sigue un abrazo mediante el que arrima su cuerpoal tronco para establecer un contacto íntimo, mas no turbador. Besándolos, unopor uno, recorre la vía como si fuera una vía gloriosa en vez de un vía crucis.Algunos ciudadanos que lo miran, como yo lo hago, no pueden reprimir la sonrisade superioridad de quienes se deben decir que están cómodamente instalados enla razón frente al desamparo de la locura ajena: ¡el mundo al revés!, me digo.Y sigo mi camino. Cuando me acerco a los árboles, saco la mano delbolsillo del abrigo y rozo la corteza de los plátanos majestuosos de piellechosa. Y me siento otro.

Pero poco antes de venir, releyendo un libro al que luegoaludiré, La rebelión de las masas, de Ortega, me encontré con estepárrafo que refuta nuestra «reencuentro» con la naturaleza como algoexcesivamente «primitivo»:

Pero el grecorromano —nosexplica don José con su proverbial lucidez, en su apogeo intelectual enaquellos años, de 1927 a 1930, en los que escribe un libro tan luminoso— decidesepararse del campo de la «naturaleza», del cosmos geobotánico. ¿Cómo es estoposible? ¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo estoda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campomediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo ysin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un «interior» cerrado porarriba, igual que las cuevas que existen en el campo. La plaza, merced a losmuros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto,que prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, quepractica secesión del campo infinito y se reserva a si mismo frente a él, escampo abolido y, por tanto, un espacio sui generis, novísimo, en que elhombre se liberta de toda comunidad con la planta y el animal, deja a estosfuera y crea un ámbito aparte puramente humano. Es el espacio civil. Por esoSócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que rezuma la polis,dirá: «Yo no tengo que ver con los árboles en el campo ; yo solo tengo que vercon los hombres en la ciudad».

2. De simas o zahúrdas e ingenuospenseques…

De antes de loque acabo de leer, incluido el poema de Juan Ramón que ha motivado estascuriosas digresiones, una psicológica y la otra filosófica, es «simas», sin duda, el concepto que ha de retenerse ahora, porquesu zarraspastrosa prima hermana, «zahúrdas», me ha servido para titular de forma tanquevedesca esta conferencia.

Todos los que leemos acabamos cayendo enla red tupida que tejen los volúmenesescritos y, dándonos perfecta cuenta de ello, nos vemos arrastrados a lo que, estableciendoun símil con el yacimiento de Atapuerca, podríamos llamar la sima profunda de los huesos morales de lacultura universal, un privilegiado yacimiento en el que vamos a encontrar desdeel poético y filosófico Yijing chino, el famoso Libro de los cambios—antes conocido como I Ching—, un manual de adivinación basado en ladoctrina del Dao —antes el Tao— hasta el enigmático, pero no indescifrable, FinnegansWake, de Joyce, un homenaje al poder genésico de la palabra; desde el Tesorode la lengua castellana o española, de Covarrubias hasta el apasionanteviaje radical del Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española,de Roberts y Pastor; desde la Farsalia de Lucano, crónica muy amarga delas guerras inciviles, hasta el Paradiso, de Lezama Lima, jardín abiertopara pocos y cerrado para muchos; Desdeel Cántico espiritual de San Juan de la Cruz hasta las Soledadesde don Luis de Góngora o Poeta en Nueva York de Federico García Lorca… Yasí podría, cualquiera de los aquí presentes, seguir enumerando los hitos de suparticular autobiografía lectora…

Que yo me atreva a describir esta sima nuestra,la de los lectores contumaces, como Las zahúrdas de Hermes, robándole enparte el título al indefenso Quevedo, al que le robaré también el epitafio demi urna cineraria: polvo serán, más polvo enamorado…, es fácil deentender: infierno, gehena, hades o caína son ambas, las de Quevedo y las deHermes.

Nuestra sima, al contrario que la ilustraciónde Botticelli del Infierno de la Divina Comedia, tiene más decampana que de copa, porque una sola tentación en la cúspide, casi cualquierlibro tiene ese poder, nos hace caer por el interior de las laderas forradas debien provistos anaqueles hasta el amplio fondo que nos acoge a todos losingenuos —en tanto que libres…—pecadores. Podría, alargando el préstamo —eseanhelo de todos los hipotecados…—, hacer un recorrido por los distintos barriosde nuestra sima y detenerme sobre todo en el de los penseques que hemosido cayendo en ella, felices en vez de arrepentidos, para desear no salir jamás de nuestrotormento, porque, como le pasaba a La mujer de la arena, en la simbólicapelícula de Hiroshi Teshigahara, estamos hechos a la supervivencia en las másadversas condiciones: cada día descubrimos nuevas obras del ingenio humano paralas que nuestra frágil «caña pensante» y nuestro robusto corazón sintiente nodan abasto, pues ni siquiera podemos descansar lo que el equilibriohomeostático del organismo exige.

Si la decisión más heroica frente a latentación es caer en ella, como sugirió Oscar Wilde, ¡cuánto no habremos deguardarnos de los cada vez más numerosos *lapidadores al uso, dispuestos a lanzar la piedra de no haberabierto jamás un libro…! Sí, es ciertoque se nos acusa a los lectores de insociables, y acaso no falte razón en eldicterio. Lo explicó perfectamente Juan de Zabaleta. En sus Errores celebrados, unade las lecturas más deliciosas que haya hecho nunca, sugiere que losanimales sin discurso, en cogiendo la presa, buscan el rincón. Coger un hombreel plato y meterse con él en su silencio es salirse del convite y desmentirsede hombre. Pues bien, lo mismo le sucede al animal con discurso que,supuestamente, somos los lectores: en cogiendo la presa, el libro, buscamos elrincón y el silencio, para vivir en conversación con los difuntos,escuchando con nuestros ojos a los muertos. Y sí, tal vez nosdesmintamos de «hombres» a fuer de insociables, pero nos acreditamos depersonas.

De Zabaleta, por cierto, aprendí unaestrategia docente que me sirvió durante muchos años: Nada hace callar tantocomo el callar. Pero aquellos míos de entonces eran alumnos que fuerondirectos a la lectura del libro cuando me oyeron otra de sus sentenciasfelices: Quien quisiere trabajar, descanse. El trabajo que no halla sosiegono dura… Ese descanso arcádico que yo buscaba, talludo zorronglón, alconfiar en el sueño para que me ayudara a cumplir con mi emboscado compromiso.

3. El bosque de palabras.

Mi segundaopción para organizar esta conferencia, ¡casi casi la del clavo ardiendo…!, tras aceptar la invitación de Federico —ya venque el insomnio da para mucho!, como lo saben quienes lo padecen y quieneshayan leído Travesía nocturna, de Clément Rosset, el autor de un ensayogozoso, Lo real y su doble y otro tenebroso: Lógica de lo peor—;mi segunda opción, decía, consistió,dada la orientación de mis lecturas hacia el olvido engendrador, sobre lo queno tardaré en explayarme, en aprovecharme del profundo sentido colaborativo queintuyo en ustedes para ir construyendo al alimón, entre preguntas y respuestas, esta conferencia,¡de lo que yo tanto provecho hubiera sacado!, porque los inquilinos de las Zahúrdasde Hermes estamos siempre atentos a cazar al vuelo cualquier novedad queoigamos o leamos, en cualquier ocasión: todas calvas, ¡ay!, cuando se haperseverado toda una vida en el mester del vicio lector.

Node otro modo cacé, en el Gabinete mágico de Emilio, aquí presente, el Mockingbird,de Walter Tevis, Sinsonte, en castellano, porque es especie americana,aunque aquí traducimos habitualmente Mockingbird por «ruiseñor», como enel título de la célebre película de Robert Mulligan, Matar a un ruiseñor.Tevis es más conocido por la serie quese ha filmado sobre su Gambito de dama que por la ficción de un mundo enel que ni se lee ni se escribe y alguien, un rebelde, aprende a hacerlo leyendo los intertítulos delas películas mudas y tras haber descubierto la existencia de un libro llamado«diccionario», que es descrito como un objeto que contiene un bosque depalabras, y del que recibe una impresión tan poderosa que todo su afán deese momento en adelante consistirá en dominar algo prohibido: leer y escribir.

Mucho antes de que Emilio me hicieratropezar con Tevis en una de las hermosas bibliotecas que describe con tantasabiduría y amor a la lectura en su milagroso Gabinete mágico, habíaescrito yo una obrita para las seis edades —ahora que peco de septuagenario meaferro con pasión reverdecida a la clasificación leída en otro de esosmamotretos que han marcado mi vida lectora: Las Etimologías, de Isidorode Sevilla, quien divide en seis las edades de la persona, infancia, niñez,pubertad, juventud, madurez y senectud, frente a nuestras míseras tresactuales— titulada Aurelia, los tonos y los timbres (Una historia de terror),aún inédita. La última página de esa novelita introduce a la autora: NOTICIABIOGRÁFICA. Aurelia Octavia nació en Madrid, en la popular glorieta de Quevedo,hace algunos años… Doctorada en Filología Hispánica y especialista en ellenguaje no verbal, ha cultivado la literatura infantil desde sus inicios comoescritora. Ha destacado por la desbordante fantasía con que se ha acercado a lamateria prima de la Literatura: las palabras. Su obra El bosque de palabrasfue finalista del Premio Nacional de Novela Infantil y Juvenil del año pasado. Aurelia,los tonos y los timbres… (Una historia de terror) es su última novela, y lamás autobiográfica de todas ellas.

La obra narra el encuentro de AureliaOctavia con los jóvenes lectores de un colegio, supuestamente para hablardel Bosque de palabras, pero,ante el entusiasmo de su audiencia, acaba relatándoles la historia de terrorque fue su vida de niña al descubrir sus padres que ella era incapaz de asociarlas palabras con los significados y que solo entendía los tonos y los timbres,de modo que sus padres, absolutamente desconcertados, hubieron de improvisar unmétodo que les permitiera acceder a su hija o en las propias palabras deAurelia:

—Sabiendo que «no me pasaba nada» quela ciencia pudiera diagnosticar, mis padres se armaron de una pacienciasobrenatural y, cuando aún no había cumplido los quince días de vida, pusieroncarteles por todos los rellanos de la escalera de vecinos pidiendo disculpaspor las inexplicables «perras» de la niña del quinto… Tan compulsivos eran misllantos que en aquella casa solo había descanso cuando comía o cuando, rendidadespués de un día de contraer y expandir el diafragma, me dormía como un liróncareto. A los seis meses, sin embargo, como cosa de milagro o de brujería, nosolo callé, sino que, literalmente, enmudecí. De nuevo otra llamada urgente alpediatra y de nuevo el viejo dictamen: no tiene nada que la ciencia puedadiagnosticar…, lo que a mis padres no les tranquilizó en absoluto. No soyespecialmente coqueta, a la vista está —abrió Aurelia los brazos como paraexhibir la elegante modestia de su vestuario—, pero mis padres pusieron subuena montaña de arena para que lo llegara a ser, a juzgar por las horasmuertas que se pasaban observándome como si fuéramos, los tres, losprotagonistas de un documental naturalista de La 2. Un mal día, porque no todaslas cosas, como bien sabéis, ocurren «un buen día», mi padre rompió el silencioen que nos contemplábamos mutuamente y se le ocurrió susurrar un «¡demonio deinvento…!» casi inaudible, mientras me acariciaba la mejilla… De repente, emitíun sonido tan agudo, antes de romper a llorar a voz en grito, que mi padre,sorprendido por mi reacción, reculó con tal energía que venció la silla haciaatrás con el impulso y cayó, dándose un costalazo monumental contra el piso,con el espanto cuajado en el semblante… «¡Ya está bien, criaturita!», se enfadómi madre conmigo, después de comprobar, con espanto, que mi padre, al caer, sehabía hecho una herida en la cabeza tras chocar con la pestaña de hierro quelibera una de las cuatro ruedas del carro de la televisión. La visión de lasangre pudo con ella y le hizo perder los nervios. Entonces, para su sorpresa,de esas a las que llamamos «morrocotudas», comencé a reír, al parecer, comonunca hasta ese día lo había hecho, lo que provocó que mis padres se abrazaranllorando, al tiempo que me repetían: «criaturita, criaturita…», lo que meincitaba a seguir riendo. Eso sí, en cuanto a mi padre, repuesto del golpe, sele ocurrió decir: «¿Quién te quiere a ti, preciosidad…?», lo que habían sidorisas benéficas se convirtieron en maléficos gritos que, tras su desconcierto yperplejidad solo pudieron acallarse en parte adelantándome la hora del bañopara, a continuación, darme de cenar y confiar en que esos cambios de humor nome perturbaran el sueño, en el que entré sin demasiado convencimiento, alparecer. Y ahí es posible que se gestara el pertinaz insomnio que he padecidosiempre, y que tanto ha contribuido, ¡lo que son las cosas!, a mi dedicaciónliteraria.

Más adelante, la madre toma la decisión deir catalogando las reacciones de su hija ante las palabras que ella y su maridoemplean, de modo que, con cierta dedicación, es capaz de crear un lenguajeaparentemente absurdo, como el de la escritura automática, que les permitereferirse a la realidad de un modo tanarbitrario como lo fue en su momento la propia creación el lenguaje, más alláde las onomatopeyas. O Como lo resume uno de los jóvenes oyentes de Aurelia:

—O sea…, a ti te decían «merienda» y túte lavabas los dientes…

—¡Pero bueno, Alicia, sí que te lotenías bien guardado…! Estos alumnos tuyos, tan maravillosos… Mejor no lopodría haber explicado ni yo misma, desde luego. Pues sí, jovencito, así es, oasí fue, a mí me decían «merienda» y yo me lavaba los dientes… Al principioestaban muy contentos de haber encontrado una manera de relacionarse conmigo,pero a medida que iban pasando los años y se acercaba el momento de tener quellevarme a la escuela, en aquella época todos íbamos a la escuela al cumplirlos seis años, a mis padres les entró un miedo tan terrorífico como el quellevaban padeciendo desde que nací. Al principio todo les pareció un juego,absurdo, no se engañaban, pero un juego. ¡Nunca he sido tan feliz en mi vida! Yme atrevería a decir que lo mismo les pasó a ellos. Todo juego es un reto, undesafío: queremos ganar a toda costa y cuesta muchísimo aceptar la derrota… Dehecho, y aunque suene un poco solemne, el aprendizaje más importante de la vidaes saber aceptar las derrotas, algo que cuesta lo suyo…

La novelita está construidadialécticamente, un diálogo constante entre la escritora y sus jóvenes alumnos,y va progresando hasta el momento en que aquella solución surrealista ha dedejar paso al duro momento de encarar la peculiar niña la vida académica, unsevero choque que no se intuye muy fácil. Antes de llegar a ella, los padresdeciden deshacer el orden tan pacientemente construido, y lo hacen a lasbravas, lo que provoca en la niña un desconcierto y un desamparo totales:

Aquel día en que mi madre rompió losmapas de navegar, lo que valía tanto como leerme la cartilla de mis desdichas,más que de mis obligaciones, y, junto con mi padre, me metieron a la fuerza enel mundo de los demás, el que ellos compartían al margen de nuestra burbuja,conocí el poder absoluto del terror. Apenas mi madre rompió a hablar de forma«normal», es decir, ininteligiblemente para mí, muchos de sus sonidos metaladraron los tímpanos, casi me hicieron perder el sentido, tal fue el dolorindescriptible que sentí. De repente, la televisión, la radio, las cancionesdel reproductor de CDs, las voces de los vecinos que entraban por la, desdeaquel día, política de ventanas abiertas que también inauguraron…; todo, sí,todo parecía confabularse para destrozarme los nervios y sumirme en el másatroz de los sufrimientos. No entendía nada. Me paseaba por la casa llorando,con las manos en los oídos, apretándolas contra ellos con una furia y unafuerza insospechada. No les perdonaba a mis padres, sobre todo a mi madre, queme hicieran lo que me estaban haciendo… Al final acabamos convirtiendo la casaen lo que nunca quisieron ni imaginar que podría convertirse: en una casa delocos… Ellos hacían «vida normal»: me hablaban, tratando de reforzar suspalabras con signos que me ayudaran a entenderlos rectamente; pero yo huía deellos con los oídos tapados y gritando una especie de sonidos parecidos a losque hacen las mujeres bereberes en las bodas, por ejemplo, moviendoenérgicamente la lengua de un lado a otro para entrecortar la emisión de susmensajes; negando con la cabeza con una velocidad sorprendente en un ser humanoque cayera, acto seguido, redondo al suelo, con un morrocotudo mareo. ¡No teníasitio donde esconderme! ¡Hasta llegué a meterme, bien lo recuerdo, debajo delcolchón de mi cama! Estaba sola: mis padres, aunque por mi bien, se habíanvuelto contra mí, y yo no tenía a nadie a quien poder recurrir, alguien quefuera capaz de entender mis sufrimientos y, como habían hecho mis padres hastaese día, de evitármelos. El pánico se había apoderado de mí, pero en ningúnmomento, ¡por suerte!, se me ocurrió salir de casa y buscar ayuda fuera deella. ¿Adónde podría haber ido?

Cerca ya del final, y voy acabando…,Aurelia Octavia describe a los niños un episodio de aquella peculiar historiade terror que, dada la naturaleza en que nos hallamos, me parece oportuno traera colación, excepto que haya signos ostentosos de que no insista, por supuesto:

Aquella noche, curiosamente, melevanté, no sé si despierta o en sueños, porque desde Calderón ninguno denosotros sabe ya a ciencia cierta si vive o sueña que vive, y, después dearrimar una silla del salón, con curioso sigilo, ¡yo, que era un horrísonoescándalo andante!, parece ser que me entretuve en abrir libro tras libro, sinsaber qué pudiera buscar en ellos, pues a duras penas distinguía los sencillosdibujos del alfabeto e ignoraba por completo el significado de las palabras queal reunirse formaban… Uno tras otro fueron cayendo al suelo, los volúmenes, sinque el sordo estrépito despertara a mis padres, que dormían un poco más allá,al fondo del piso, como si los bomberos hubieran desplegado la lona con querecogen a quienes se lanzan desde las ventanas de un edificio en llamas… Algohabría de desesperación mía en aquelarrojar los libros al suelo después de haber pasado la vista por ellos como lapodemos pasar todos ahora, salvo excepciones, que sé que su estudio se hapuesto de moda…, por los ideogramas chinos: quedándonos «a dos velas»… No másintensa que el de ellas sería la luz que alumbraba mi aventura nocturna, porquetodo ese escrutinio lo realizaba con el resplandor apagado de la que procedíade mi cuarto, una lengua de luz que iba oscureciéndose a medida que me acercabaa la puerta entornada de mis padres. Con una constancia que me parecía impropiade mi persona, tan propensa desde que nací a la dispersión y al cambio continuode quehaceres, fui corriendo la silla a lo largo de la estantería y dejando,tras de mí, una gruesa alfombra de libros, como si un terremoto hubiera vaciadocon sus sacudidas los acogedores estantes: abiertos o cerrados, según la suertecon que cayeran, la alfombra iba creciendo en grosor a medida que, como unabibliotecaria haciendo inventario, recorría el pasillo que me separaba de mispadres… En cierto momento, cuya ubicación temporal en el desarrollo de aquellanoche pavorosa ignoro por completo, no me contenté con pasear la vistaextrañada sobre las páginas de los libros, sino que comencé a arrancar hojas deellos y a lanzarlas al aire como quien suelta palomas mensajeras, aunque aquelmensaje de barbarie no tenía más destinatarios que quienes conocían al dedillolas causas de mi aflicción… A aquellos signos extraños con los que ibatropezándome pronto se unió el agresivo recuerdo auditivo de todas las palabrasque yo oía como ruidos feroces, y enseguida todo ello se convirtió en unaespecie de salvaje reunión de pájaros de todo plumaje que, para mi pánico,entraban y salían de mi boca como si fuese una caverna abierta en la escarpadaladera de una montaña; pájaros de todas las formas y todos los cantosimaginables sumaban su algarabía en mi paladar dejándome muda y aterrorizada.Poco a poco, a medida que entraban más aves, el entrechocar de alas y lasgarras que se adherían fugazmente a las paredes de mi garganta, antes dereiniciar la combativa conquista del espacio, me produjeron un escozor y undolor en el cuello que, por la densidad de pájaros que revoloteaban en aqueldiminuto y al tiempo grandioso espacio, no pude traducir en grito alguno… Mellevé las manos a la garganta y apreté con todas mis fuerzas, para ver si asíconseguía ahuyentar a aquellas aves maléficas que me impedían no ya gritar, queeso era lo de menos, ¡sino respirar! Pero fue en vano…, los empellones deaquella volatería en mi boca, los picotazos que sentía en las amígdalas, comosi las aves se cebasen en inmensos granos de uva madura, los arañazosinmisericordes que me marcaban el interior de la garganta como si esas heridasen carne viva quisieran borrar algún mensaje que otras aves, antes, hubieranescrito con mi sangre y sus garras de feroz y férrea curvatura agresiva…Ruidos, palabras, gorjeos, gruñidos, tableteo de alas, golpes sordos de paraguasrestallantes que se abren: cartón, nube, sierra, lavabo, recreo, escuela,padres, arena, niños, silbatos, cascos, lentejas, lará, larí, larí, lará,frambuesa, merluza, corral, pollo, tejado, castigo, ja, ja, ja, buitres,estorninos, tortugas, colgador, bata, tiza, aula, balcón, garra, [Pausa ymanoteos] águila imperial, timbre, gafas, móvil, música tachín tachán,baldosa, leche, bollo, galleta, cuentos, ag, ag, ag, alcatraz, gaviota,gruñido, vecinos, correr, valiente, cormorán, sopa, corro, manos, llanto… —amedida que Aurelia Octavia progresaba en la enumeración caótica, movía lasmanos delante de su cara como si con esos manotazos enérgicos pudiera impedirel tráfico de entrada y salida de su boca que, de vez en cuando, haciendo unapequeña parada entre palabra y palabra, dejaba abierta, sin dejar de manotear,lo que comenzó a asustar a los niños, quienes, viendo la dolorosa manera comoAurelia rememoraba aquel sueño, temieron que, de nuevo, acabara desmayada, oalgo peor… Se miraban entre sí, porque la invitada hacía rato que, a pesar detener los ojos abiertos, no veía cuanto tenía ante ellos, y después miraban aAlicia, quien, sin embargo, no perdía ripio de aquella enumeración y estaba enuna tensión evidente, por si tenía que volver a intervenir, en caso de que…;pero su invitada continuó con un ritmo in crescendo solo parangonable al aleteode sus manos, que intentaba evitar lo imposible, que no se le siguiera llenandola boca del disparatado (o no tanto…) diccionario inacabable:— pan, estera, coche,calle, zapato, blusa, feliz, canción, mendrugo, perchero, risa, saludo, arena,mueca, pon, pon, porompompón, obedecer, veterinario, semáforo, carta, cordones,rodilla, golpe, ¡ay, ay, ay!, uña, médico, lápiz, almohada, aguja, cubo,parque, madrugar, dientes, corro, legaña, amor, sola, lejos, ciudad, engaño,incomprensión, picotazo, daño, no, no, no, noche, tejado, voz, garganta,montañas, plumas, nido, herida, caverna —aceleró el ritmo, ya totalmente fuera de sí, mientrasseguía espantándose las moscas y las pupilas parecían haber adquirido vidapropia, independientemente de la ya escasa voluntad de Aurelia, dominada poruna fuerza interior devastadora que se había apoderado de ella, o así al menosse lo pareció a todos, contra su voluntad. Alicia se había acercadodiscretamente y se mantenía en una alerta mayor, como la madre que vigila losprimeros pasos de su criatura con solicitud y confianza, los brazos siempretendidos para servir de refugio— ¡gato! , ¡balón!, ¡pijama!, ¡sábana!,¡puerta!, ¡naranja, ¡siesta!, ¡pupitre!, ‘sirena!, ¡choque!, ¡zas!, ¡uf!,¡bah!, ¡patatús!, [Las dos manos en la garganta] ¡tenedor!, ¡escaleras,¡cepillo!, ¡hueco!, ¡adiós!, ¡primos!, ¡fragilidad!, ¡desconcierto!, ¡cabeza!,¡arrugas!, ¡servilleta!, ¡libros!, ¡coser!, ¡comba!, ¡televisión!, ¡armario!,¡bocaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Justo después de ese preciso instanteen que Aurelia Octavia interrumpió la veloz y cantarina enumeración,afincándose en la más abierta de las vocales, como si siempre hubiera vividoexclusivamente en ella y abriera con ella de par en par las puertas de sugarganta para facilitar que todas aquellas palabras que en forma de avesmultiformes entraban y salían la dejaran respirar; justo en ese momento sonó eltimbre que anunciaba el final de la clase y el comienzo del recreo. Alumnos yprofesora intercambiaban perplejidades y los primeros esperaban de la segundaque tomara la iniciativa. La escritora se había «congelado» en una actitud decrispación, inmóvil y silente, que daba la impresión de que Aurelia se hubieraconvertido en una estatua, porque ni respirar se la oía, la mirada la teníatotalmente extraviada y las manos atenazaban el cuello como si sostuvieran lacabeza para que ésta no se doblase, como si fueran un improvisado collarín comocon el que Alicia se presentó a principio de curso por un problema con lascervicales… La profesora, como la vez anterior, decidió esperar unos segundosque a sus alumnos les parecieron eternos… Aurelia, sin embargo, estaba biensentada en la silla de Alicia y no emitía señal alguna de que estuviera a puntode vencerse y caer de ella…, aunque Alicia y algunos alumnos se pusieron de pieen actitud de inmediato socorro, por si las moscas… Fue innecesario: en cuantoAurelia oyó el timbre, como si fuera el del despertador que nos sirve paradetener el proceso terrorífico de una pesadilla cerró la boca, se desciñó elcuello y, como una actriz que pasa de la histeria a la calma total o como unadurmiente que se incorpora sudorosa en la cama, la mandíbula aún colgando…,después de haber vivido una atroz pesadilla, se reacomodó en la silla, se alisóla falda sobre los muslos, y, como si todo hubiera sido una fingidainterpretación, sonrió y se dirigió, dulcemente, a los niños:

—No os habréis asustado, supongo…

4.El poder del olvido.

Bueno, pues,tras la angustia volátil de Aurelia, bien nos merecemos entrar en estebalsámico capítulo del olvido en el que avancé que me explayaría, porque enestos tiempos en los que andamos a vueltas con la memoria y la desmemoria, personalo histórica, supongo que chocará oír que alguien tiene la excentricidad de leerpara olvidar, pero ahí he de reconocer otra de mis «extra-vagancias» (sicsí, con el guion intercalado, ¡a cada zorronglón lo suyo!). Cuando era joven,porque intuí que mi mayor peligro como escritor era dejarme arrastrar poraquellos a quienes admiraba, de modo que bien pudiera acabar convirtiéndome en loque tan mal suena: «remedador» o, tirando a lo clásico, mero «epígono»; añosdespués, es decir, entrado en ellos, porque tuve la suerte académica de leer uno deesos libritos discretos y poco conocidos, pero con la impronta de «clásico» enel lomo: La voluntad de estilo, de Juan Marichal, donde descubrí,por boca de mi admirado Unamuno que elestilo es camino, y es a la vez lo que camina, como es un río. No un camino porel que se va, sino un camino que nos lleva, lo que, he de reconocerlo, medejó perplejo y en manos del célebre axioma deBuffon: El estilo es el hombre mismo. Y desde ahí ya fue todo un viviren el sinvivir de leer y escribir, sin tener la más mínima idea de cómoacabaría emergiendo, de hacerlo, mi propio estilo. Solo en mi vejez, cuandoconocí la convicción de Gamoneda, encajaron la intuición juvenil y la prácticade toda una vida: la poesía —sentenció el poeta— no es literatura, ficción, sino emanacióndirecta de la vida, hechos existenciales y, por consiguiente, el concepto deliteratura es incapaz, por inapropiado, para definirla. Una concepciónhermana de la que tiene Ortega de la Razón: ¡Como si la razón no fuera—dice el filósofo— una función vital y espontánea del mismo linaje que elver o el palpar! Y leyendo losaforismos de Juan Ramón Jiménez, una faceta de su personalidad menos valoradade lo que merecería, porque invirtió mucho tiempo e ingenio en ellos durantetoda su vida, indesmayablemente, hallé esta confirmación de la experiencia y dela intuición: El olvido no pierde nada, todo lo atesora. Y si merecemos lamemoria, ella nos dará la llave del olvido.

En esta ajada juventud distinta de mipresente… he comprendido que lo leído y olvidado obra en el escritor porósmosis y que, a través de su propia invención, fluye siempre, de formaencubierta unas veces, en forma de homenaje otras, todo aquello que elexcéntrico lector lee para olvidar, y que emerge tal y como lo define Barthesen el epígrafe sobre la archifamosa intertextualidad que prohija este discurso.

Pensando y pensando durante muchos díassobre esta conferencia-tormento, traté de consolarme con el koan que me repetímil veces durante la noche de insomnio que me regaló, sin él saberlo, laenvenenada propuesta de Federico: Un maestro iba a dar una conferencia quelos discípulos aguardaban con expectación. A través de la ventana de la salales llegó a todos, de repente, el bellísimo canto de un pájaro. El maestroconcentró toda su atención en los agudos melismas del sanjuanesco pájarosolitario. Cuando el pájaro calló, el maestro se giró a sus discípulos y lescomunicó que la conferencia ya había sido impartida.

No sé si a esta hora nos habrán traído yalos funcionarios municipales los pájaros cantores…, pero aunque las paradojasdel Zen me han parecido siempre un bello reto poético, no me atrevo a imitar alviejo maestro, con quien comparto la vejez, pero no la maestría. Imagino queotro tanto habría, ¡o ha hecho…!, la inteligencia artificial de quien sesospecha la autoría de esta peculiar «disertación» de la que el autor, vulgo«mi menda leyenda», habría desertado…

De ese pájaro del zen se aprende también,en otros koanes, que no canta para expresar nada, sino porque lleva el cantodentro y ha de sacarlo, so pena de dejar de ser lo que es. Quiero creer que lomismo nos ocurre a los escritores que leemos para olvidar y escribimos porqueno podemos dejar de escribir, como lo exige nuestra primera naturaleza.

Recordemos, para acabar este capítulo del balsámico olvido, que en el Fedrode Platón, cuyo volumen con los diálogos completos es otro de esos benditos mamotretosque lo tienen todo de nutritivos y nada de indigestos, hay un decidido ataque ala escritura como elemento disuasorio del saber, pues este está para Platón ligadoíntimamente al ejercicio de la memoria: fiarse de la escritura es perder lamemoria, y quien , como yo, tiene por costumbre leer para olvidar, puede que sumevida, sí, pero también las oscuridades propias de la nesciencia. La escrituraconserva el fruto de los desvelos y el mayor o menor ingenio creativo, pero, y yosoy testimonio vivo de ello, deja a la persona vaciada de casi todo aquello quela memoria convierte en un ser vivo singular y atractivo, porque la memoriafeliz es un don solo comparable a la bondad y a la falta de afectación, virtud,esta última, loada sobre todas las cosasen nuestra Biblia nacional: el Quijote.

5. Lectura y biografía: el heroísmo deAndrés Vidal.

Hablar de Mamotretos,libros y libelos es, pues, unamanera inusual de hablar de nosotros mismos, de convertir cuanto se lee y deello se hable en nuestra propiabiografía, porque aunque haya vida fuera de la literatura, muy poco puedecompetir con la que hay en ella. Usualmente los lectores nacen, con unainclinación hacia las palabras y las historias que, si alimentadas por lospadres en la infancia, se convierte en el eje alrededor del cual puede llegar agirar una existencia. En ausencia de aquella amorosa función nutricia, y aunposeyendo la pasión por el verbo, a veces es un fenómeno tardío la eclosiónlectora de un enamorado de las palabras.

Escribir —si a garabatear sobre el papelpuede así llamársele…— yo diría que he escrito desde los ocho o nueve años;leer, más allá de los tebeos y las ilustraciones de los libros de ColecciónHistorias de Bruguera —¡jamás el texto…!—, solo comencé a hacerlo conquince años y me estrené con dos obras muy distintas: El lobo estepario,de Hesse y Eternidades, de Juan Ramón Jiménez, poeta predilecto míodesde entonces. La primera se me cayó de las manos en la relectura adulta; lasegunda, multiplicó su valor. Pero el salto hacia los mamotretos tardó enproducirse, sobre todo porque mi afición lectora funcionaba, también, comointervención formadora del pensamiento y de la escritura. Supongo que Larebelión de las masas, de Ortega, mi tercera lectura iniciática, contribuyóa entrenarme en la perseverancia lectora en la que Cela se ejercitaba cuando,tras despistarse en la lectura de alguno de los volúmenes de clásicos de laBAE, de Rivadeneyra, se imponía como penitencia volver a empezar, según confesóen las amables palabras de presentación que escribió para mi Fermín Minar.Eso lo supe más tarde, pero me gustó coincidir con un escritor cuya obra mepareció la propia de un clásico desde San Camilo, 1936, la primeranovela suya que leí, y la cuarta de mi prometedora carrera lectora.... Andandoel tiempo llegué, por vía familiar, mi madre era amiga de su segunda esposa, aconocer al gran escritor, ¡una persona radicalmente distante de la mayoría desus obras inolvidables!, pero siempre le estaré agradecido por la amabilidadque tuvo de escribirme aquellas palabras introductorias para El tesoro deFermín Minar. Y este sí que fue mi primer mamotreto propio, porque laversión inicial del mismo se iba, si no recuerdo mal, a más de seiscientaspáginas, ¡para una novela supuestamente juvenil!, pero la sabiduría editorialde Emilio impidió que brillaran más sus muchos defectos que las pocas virtudesque se hallan en el fárrago. No creo que en estos tiempos de influencersy otras hierbas, se hubiera atrevido Emilio a editarla, como no se atreve Anayaya a reeditarla.

Un salto cualitativo en mi mamotretofilia fue la decisión quetomé en aquella época en la que Jordi Pujol renovaba sus mayorías políticas enCataluña a piñón fijo: me impuse amorosamente la costumbre, por rebelarme dealgún modo contra el nacionalismo excluyente y supremacista, de leer, enterito,un diccionario: el primero fue el Diccionario ideológico de la lenguaespañola, de Julio Casares, que era el que usaba a diario como auxiliarindispensable a la hora de escribir, y del que llegó un día que, de puromaleado, hube de desprenderme, pero conservé las dos primeras partes, lasináptica y la analógica, que aún sigo consultando…; el segundo fue el de MaríaMoliner, Diccionario de uso del español; el tercero fue el normativo dela RAE, Diccionario de la lengua española; y alternado con todos ellos,los seis del Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico deJuan Corominas y José Antonio Pascual. El de Covarrubias, Tesoro de lalengua castellana o española, lo leí en el pleistoceno, allá por el 75,cuando estábamos en la Universidad y una de las extras como funcionarios deHacienda que éramos entonces mi Conjunta y yo se nos fue en esa joya y en algúntomo nuevo de la Historia de la literatura española de Juan Luis Alborg,una heroicidad crítica, se mire como se mire, que nos acompañó durante aquelloscinco años mágicos de dedicación amorosa a nuestra vocación, aunque más tardese convirtiera en profesión, por seguir el dictum de Nietzsche: Unaprofesión es el espinazo de una vida. Y luego, con ese veneno adictivo enla sangre, seguí leyendo muchos otros…

A pesar de mi pasión lectora, y sin dudapor la ausencia de patrimonio con que hacer frente a tan cara inclinación,nunca he pecado de bibliófilo, aunque admiro, como cualquiera, las primerasediciones, los incunables, los códices y todas las maravillas ológrafas eimpresas que nos son dadas contemplar en museos y bibliotecas. Y viene esto acuenta de que en aquellos años de juventud y aprendizaje académico tuvimos lainmensa suerte de ser alumnos de un profesor de literatura del siglo XVI, JoséManuel Blecua, cuyo magisterio tanto influyó en nosotros, y a quien debemos unadeliciosa tarde en su casa, a la que nos invitó para exhibir como un bibliófilola cola de pavo real de sus tesoros bibliográficos: ¡había que verlo moverse entre sus anaquelescon la severa elegancia de su porte y su voz llena de afecto a los filólogos enagraz: tomando con fervor las primeras ediciones con dedicatoria ológrafa de laGeneración del 27 y sonriendo complacido en el valor de la palabra que élanalizó en uno de sus mejores libros: Sobre el rigor poético en España.De aquella visita inolvidable me quedó para siempre en la retina unespectacular fotograma: su dormitorio de viudo: libros en las cuatro paredes,y, arrimado al fondo del cuarto, un lecho espartano y una mesilla con unalámpara…

Gracias a él, no me cabe duda, tuvimos lasuerte inmensa de que Dámaso Alonso accediera a impartir una lección magistralen el Aula Magna de nuestra Universidad de Barcelona, aquella en la que,evocando las figuras de tantos genios literarios como conoció, nos recordó laterrible impresión que sufrió Juan Ramón, invitado a casa de Machado, alcontemplar, tras haber sido invitado a sentarse, que había nada menos que unhuevo frito en la silla que le ofrecían…

Supongo que mis dos Tesoros porfuerza han de ser hijos de aquella mamotretofilia mía… Y me atrevo aanunciar, con las debidas reservas, que hay otro en camino, si acaso bien acabalo que con tanto entusiasmo he comenzado: Diccionario del español que pudohaber sido. En él podrá saberse que nuestros veranos y otoños son *estíferos,esto es, abrasadores; que la *agripnia es el femenino de insomnio; que *bófa*go es un tragón, que come comoun buey; que *dentiscalpio es una finísima manera de llamar alvulgar «mondadientes»; que *hircoso,pues eso, que apesta a macho cabrío, como algunos recintos cuartelarios…, y queel desdichado *cocistrón era el esclavo encargado de probar la comidapara saber si estaba envenenada o no…Y no digo más.

A estas alturas de tan libresco discurso,quizás vaya quedando claro que si bien las lecturas hacen a la persona, unapersona no «es» la suma de sus lecturas y aun me atrevería a decir que ni desus «escrituras», por más que recorriera yo las «Sagradas» hasta tres veces,desde el Génesis hasta el Apocalipsis, buscando los aforismos quenunca reciben ese nombre en el Libro de libros, aunque se prodiguen comomuestra de Sabiduría, cuyo principio femenino, por cierto, aparece representadoen alguna estela junto a Yahvé, y de ahí el culto que ha recibido siempre el saber,la inteligencia, entre los judíos: El que ama la corrección, ama el saber;el que detesta la reprensión se embrutece o aquel proverbio que tanto nosrecuerda el confuciano de quienes miran el dedo que señala la luna: Lasabiduría está delante del sensato, pero el necio mira al infinito. Dada mihistoria lectora, no es de extrañar, sin embargo, que me hiciera felizencontrar entre esos aforismos uno que me precio de haber cumplido al pie de laletra: Observa quién es inteligente, y madruga para visitarlo, que tus piesdesgasten sus umbrales. En esas dos líneas se resume, en gran parte, lahistoria de mi vida. Bueno, y también en las muy sentidas de quien se ve enotro estrecho aún peor que este mío: salvar toda una biblioteca ¡y a sí mismo! de las llamas indignadas de las masas revolucionariasenfurecidas.

En este caso, no se trata ni de unmamotreto ni de un libro ni de un libelo…, sino de un cuento breve de Clarín, Unjornalero. Estoy hablando, en efecto, de Andrés Vidal, el «hombre de vida»que no tiene otra que la del estudio y el comercio con los libros, cuyodiscurso en defensa de las bibliotecas, que no de sí mismo, debería encabezarcualquier crestomatía que leyeran los estudiantes o que los profesores lesleyeran, una actividad que genera más vocaciones lectoras que dejarlosenfrentados, sordos y mudos, lo que vale tanto como inermes, a los textos:

Señores –gritó Vidal con granenergía–. En nombre del progreso les suplico que no quemen la Biblioteca… Laciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros… son inocentes…, nodicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, lasobras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razóncontra los ricos… En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas ycomunistas del 48… Ahí tienen ustedesEl Capitalde CarlosMarx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentossocialistas: El año sabático, el jubileo… La misma vida de Job. No; ¡la vida deJob no es argumentos socialista! ¡Oh, no, ésa es la filosofía seria, la quesabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos!...
Ante lainterpelación de uno de los amotinados:—¡No; que se disculpe…, quediga qué es, cómo gana el pan que come…, Fernando Vidal se siente, comoescribe Clarín, herido en lo vivoy comienza, abriéndose pasoentre los fusiles que le apuntaban, para dirigirse de tú a tú a quien leacusaba de ser un sabio burgués, explotador de la clase trabajadora, y esgrimiruna defensa de la labor intelectual que coincide, punto por punto, con esa tarearedentora de la sociedad que Fichte le concede al estamento de los sabios en suobra, Algunas lecciones sobre el destino del sabio, donde reconoce aeste una misión hermana de la Vidal: Soy un sacerdote de La verdad. Estoy asu sueldo, y me he comprometido a hacer todo, a arriesgar todo y a sufrir todopor ella.

Tanbien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y elsalario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundotodavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha decapitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo depan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganadohonradamente…
He trabajado toda mivida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque nome bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil quetrabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridadde que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en lafilosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo, me acerco más aldesengaño.
[…] He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandesentusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo enlas mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo únicoque no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de miexistencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no mereconociera en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy unjornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, losnervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora de dormir, aoscuras, en mi lecho, sin querer; trabajo en el aire, sin jornal, sinprovecho…, y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar enmi obra… Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pidovenganzas. […] Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humildeindividuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre elpolvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contactode la chispa de un trabajador futuro…, de otro pobre diablo erudito como yo queme saque de la oscuridad y del desprecio…
—Pero a ti no te hanexplotado, tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran…-interrumpió el cabecilla.
[…]No tengotiempo para trabajar indagando ese problema porque lo necesito para trabajardirectamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con elcuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemandolos combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estómago; el pan que ganoapenas lo puedo digerir… y, lo que es peor, las ideas que produzco me envenenanel corazón y me descomponen el pensamiento… Pero no me queda ni el consuelo dequejarme, porque esa queja tal vez fuera, en último análisis, una puerilidad…Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos quevosotros y yo no puedo ni quiero buscar remedio ni represalias, porque no sé sihay algo que remediar ni si es justo remediarlo… No duermo, no digiero, soypobre, no creo, no espero…, no odio…, no me vengo… Soy un jornalero de unaterrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais,y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe… Matadme si queréis,pero respetad la Biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu delporvenir…¡

Recordemos que en el «Prólogo parafranceses» a su Rebelión de las masas, Ortega dice de sí: Mi trabajoes oscura labor subterránea de minero…

6.La gala del ingenio, la flor del libelo…

Por estos pasoscontados de los mamotretos, los libros y aun los cuentos, hemos llegado al capítulo de los «libelos», y me temo quehemos sido injustos al preterir los «legajos»,porque en ellos los filólogos de verdad, no los de pacotilla, como yo,suelen descubrirnos auténticas maravillas hasta ese momento ocultas, cuando nolo hace esa recurrente inteligencia artificial a la que hemos ido aludiendoaquí y allá desde que iniciamos esta estática travesía emboscada, pues a ellacabe responsabilizar de la atribución a Lope de Vega, Fénix de los ingenios yMonstruo de la naturaleza, de la comediaLa francesa Laura.

Curiosamente,sin embargo, la noticia del libelo del que me propongo hablar me llegó en lalectura de este otro leve mamotreto, porque la primera referencia a la obra de TomásAntonio Sánchez con la que me tropecé fue la del presbítero José María Sbarbi yOsuna en esta monumental Monografíasobre los refranes, adagios y proverbios castellanos y las obras o fragmentosque expresamente tratan de ellos en nuestra lengua, cuya primera edición esde 1891, y que yo consulté con fervor cuando me embarqué en una tesis doctoralsobre los aforismos que quedó trunca, aunque salva quedara, a cambio, unanovela-mamotreto que por ahí circula pretendiendo embaucar a algún editor…. Aquí,Sbarbi dice de la intitulada Carta de Paracuellos escrita por D.Fernando Pérez a un sobrino que se hallaba en peligro de ser autor de un libro:«Bonito y no muy común libro, salpicado todo de tantos refranes como ironía». Ycon tan sucinta referencia y tan acezante intuición, allá que me lancé yo comoun cernícalo —y créanme que sigo sin entender, y menos en un entorno como este,cómo una rapaz tan bella ha degeneradoen insulto tan grosero y que tanto falta al respeto estético y biológico acriatura tan hermosa…—, dispuesto a cobrarme otra presa de esas «que nadie lee»,por si sonara la flauta dulce de la grata sorpresa. Y sonó.

Tomás Antonio Sánchez, miembro de la RAEdesde 1767, fue un lexicógrafo y crítico literario, bibliotecario real, queeditó por primera vez, con las limitaciones que pueden imaginarse, nuestros másantiguos textos: el Mio Cid, el Libro de Alexandre, las obras deBerceo y el Libro de buen amor. Benemérito hombre dedicado a laliteratura, tuvo a bien escribir este libelo que acabo de mencionar. Tuvo taleco en su tiempo, que el arduo polemista de la época, Juan Pablo Forner, elautor de Exequias de la lengua castellana, tuvo a gala publicar unopúsculo criticando el texto y al autor, al que Tomás Antonio Sánchez replicó asu vez. Eran tiempos de esgrima intelectual no exenta de sal gruesa que nosconvencen de que, socialmente, el «progreso» moral casi puede considerarse unafalacia. A título anecdótico, me permito añadir que Forner fue muy amigo deMeléndez Valdés, ambos, en su momento, fiscales, empleo que le permite a esteúltimo escribir sus Discursos forenses, acaso poco conocidos, pero demuy entretenida lectura, y que recomiendo fervientemente. Recomendación quehago extensiva a otro libro que no figura entre las obras destacadas de suautor, Azorín, su Parlamentarismo español, que yo adquirí en esas otras simas milagrosas que son laslibrerías de segunda mano, en una más que cascada edición de Bruguera, pero aúnlegible y subrayable, lo que no puede decirse de todos los libros que en esasotras maravillosas zahúrdas de la lectura pueden adquirirse, y, desmintiendo mifrágil memoria, me acuerdo de uno que conservo entre algodones y en el que mefue casi imposible meter el lápiz, si no quería, literalmente, hacerlo añicos: Eyelessin Gazza, «Ciego en Gaza», de Aldous Huxley, una barata edición debolsillo usamericana.

Instalado en la antífrasis cómo métodocompositivo del texto, D. Fernando Pérez va a tratar de convencer a su sobrino,quien sufre propiamente del hirsutismo de la dehesa, de que, si se quierededicar a la profesión de escritor, siga escrupulosamente sus reglas, laantítesis de lo que realmente debería hacer, porque solo de ese modo seráaceptado, reconocido y aun ensalzado. El autor prodiga la sorna, la ironía y el buen humor, con un aparatoerudito, propio de su época, por supuesto, que no dejan de sorprendernos en unalectura actual del texto. Desde la vocación hasta el título de la obra y lospropios con que se adorne el autor, D. Fernando realiza una crítica de laliteratura de su tiempo que acaso alguien debería de imitar para hacer la delos nuestros, porque, al decir del autor: En todos los reinos y en todos lossiglos ha habido sabios e ignorantes. En el presente, llamado el siglo de losFilósofos, reina el atrevimiento y la superficialidad, y triunfa del verdaderomérito la charlatanería y el arte de aparentar. Tan es así, que, de buencomienzo, emerge el retrato de lo que significa ser un autor de éxito: Yobien sé, Bartolo, que tomando de aquí, hurtando de allí, y robando de la otraparte largos retazos, y capítulos enteros de otros libros y materias, podríasal cabo zurcir un tomo de a folio, como lo hacen muchos escritores de viejo,que nunca han ascendido a maestros de obra prima. […] No escrupulices entomar de otros libros sin citarlos lo que te convenga para esponjar y engrosarel tuyo; que si uno lo conoce, más de ciento no lo conocerán, pues sonpoquísimos los que leen. Y no seas bobo: toma a manos llenas, que el libroganará, y el impresor también, y aun tú, si la obra tiene buen despacho. Y esteconsejo no pienses que es de ahora. Muchos años ha que se dijo: del pan de micompadre, buen zatico a mi ahijado; y los escritores todos son compadres ycamaradas y lobos de una camada. Y si por ventura llega el tiempo de que algúnfollón mal hablado te eche en cara que lo más y mejor de tu libro es hurtado,dile que miente el bellaco: que no es hurtado lo que la caridad hace común detodos y propio de cada uno: y es cosa muy sabida que los escritores siempre sehan tenido gran caridad; pues aunque suelen tirarse sus estocadillas, son depluma, que no sacan sangre, ni hacen roncha más que en la estimación, que esuna grandísima friolera.

Cuando el autor del libelo centra susátira en lo tocante al estilo, el lector que lleva ya sobre sus ojos lacomplacencia de haber dado con un alma gemela, da en pensar que, en ciertamanera, Tomás Antonio Sánchez puede ser leído como un antecedente lejano, almenos en esta sátira, del estilo de Mariano José de Larra, tal es sudesenvoltura y chispeante gracejo con segundas y aun terceras…, las propias delas fiebres tercianas que dice padecer mientras se dedica a redactar este avisode navegantes dedicado a su imaginario sobrino: Tocante al estilo, harás malen gastar el calor natural y devanarte los sesos en limarle, en pulirle, enafeitarle y en peinarle. Tú no eres cerrajero ni bruñidor ni barbero nipeluquero de estilos ni tienes molde de ellos como de pelucas. Siempre he oídodecir que esto del estilo es una cosa que Dios la da y Dios la quita, y que noestá en mano de la criatura. Y así que tu estilo sea de verde sapo o de colorde Isabela, eso es una chilindrina sobre que no deberás afanarte. La bondad delestilo es respectiva. El que gusta a uno desagrada a otro. Lo que es bueno parael hígado es malo para el bazo. Nunca llueve a gusto de todos. Un estilo que atodos guste échatemele acá. Quiero decir que de nada te aprovechará que tuestilo sea más terso (decía tieso) que un cristal, y más florido que unaprimavera, si el tonto del lector no lo conoce ni lo agradece. ¿Viste cómo losSaludadores se paseaban a pies descalzos por la barra encendida sin que leshiciese daño? Pues sábete que así se pasean muchos lectores por libros deadmirable estilo sin que les haga provecho; como si se previniesen de ciertosantídotos para que nada bueno se les pegase

Otrosí te prevengo que te guardes muchode escribir en estilo y lenguaje de calzas atacadas. La última moda siempre esla mejor. Pues escribe en estilo de moda, esto es, a la francesa. ¿Qué hombrecivilizado, aunque haya nacido y criádose en el riñón de Campos, no seavergüenza ya de parecer español? Si presentaras ahora al público un libro conlos resabios del siglo XVI, me atrevería a jurar que te le habían de silbar loshombres los más sensatos y te habían de poner en ridículo. Dirás que no puedesdar un tur afrancesado a tu obra, porque no tienes el honor de saber elfrancés. Esa sí que es bobería. Lee nuestros libros modernos y lo sabrás. Elamor de tío me ha dictado esta advertencia, considerando que de esta suerte tepondrás a cubierto de las reproches que te serán hechas por tus émulos yenvidiosos.

Tras recomendarle encarecidamente el usode etimologías (Sácalas siempre de las lenguas más desconocidas yenrevesadas; porque sobre mostrar tu pericia en los idiomas exóticos, repicarásen salvo, y evitarás las impugnaciones que querrán y no podrán hacerte losenemigos de tu gloria, y envidiosos de tu fama), le sugiere que llene sutexto de metáforas (úsalas como te dé la gana: adóptalas como quieras:invéntalas como se te antoje, con tal que guardes en ellas las tres unidades:de acción, tiempo y lugar . No hallo ley divinani humana, ni la hay en las Siete Partidas, que prohíba a los ingeniossublimes y creadores inventar metáforas. Pues invéntalas, Bartolo, y úsalas entu libro con toda libertad); le recuerda también que no se olvide de los imprescindiblesequívocos (no te duermas, Bartolo, aprovéchate de tan importantes lecciones:aplica ese tu piquillo de oro al torrente de tan resalados equívocos y conellos viste y engalana tu libro: que aunque él no sea de la mayor importanciapor los asuntos que contenga, créeme que los adornos y arreos de los equívocosle harán parecer hermoso: porque, como dicen: vistan a un palo y parecerá algo;con buen traje se encubre ruin linaje; dámele vestido y dártele he vellido;afeita un cepo y parecerá mancebo, y otras zarandajas que prueban la virtud quetienen los adornos para hacer brillar a las cosas) y, finalmente, le recomienda vivamente que nodude en usar el combativo estilo apologético, en cuya descripción se puedevislumbrar una velada crítica a Forner: Tal vez te verás precisado a usar deestilo apologético para batir en brecha y convertir en humo a los enemigos dela patria o de tus glorias. En este caso no gastes la pólvora en salvas ni eltiempo en rodeos y cortesías, vete derechamente al adversario sin mostrarcobardía, ni que te huelen a miedo los calzones. No te suceda lo que a unsoldado valentón.

Quiquando sensit trombas taranta sonare,

Territusimplevit, se latitando, bragas,

como nos lo cantó en su Moschea un autor grave ydigno de toda fe llamado Merlin Cacayo (¿o Cocayo?). […] En tus respuestas nogastes muchas ironías, que acaso no las entenderán, ni las tomarán por dondequeman. Cáscales bien la liendre, ponlos de oro y azul, y las peras a cuarto, yquien tal hizo que tal pague.

Siguiendo elorden inverso de la obra creada, Tomás Antonio Sánchez recomiendo que el librode su sobrino lleve un Prólogo al benévolo lector, prólogo que élcaracteriza, por cierto, como «el teatrode las venganzas», pues lo considera idóneo para «ajustar cuentas» con losenemigos. La recomendación básica, que va más allá de la sátira propiamentedicha, sirve para cualquiera en cualquier obra: En lo que te considero muyembrollado, y no alcanzo por dónde has de sacar tu caballo, es en dar eltratamiento correspondiente a cada persona que lea tu prólogo, según su sexo yjerarquía. Yo soy de parecer, salvo meliori, que mientras no se publique unapragmática de cortesías con fuerza de ley que se mande guardar en los prólogos,trates a todo lector a la cuácara, de tú por tú, como lo hacen muchos hombresdoctísimos, no sólo en, los prólogos, sino en las conversaciones. Basta que tuprólogo hable a todo el mundo con la gorra en la mano, esto es, con muchaurbanidad y comedimiento.

Al entrar enconsideraciones sobre el título de la obra que está decidido a escribir susobrino, he de reconocer que me he dado por aludido, a tenor de lo que lesugiere: Este primer golpe que dan los títulos gritados y clamoreados porlas gacetas y papeles públicos, o vistos y leídos en las esquinas y portadas delos libros, de tal suerte conquista las voluntades de las gentes, y lasarrastra con tan suave violencia, que al cabo los compran y no los leen. Y conesto ya tienes conseguido el fruto de tus desvelos, que es ganar dinero. Ynadie tendrá razón para murmurártelo: porque sobre que la murmuración estáprohibida, digno es el obrero de su salario. Así que, Bartolo, entusiásmate yelectrízate de modo que des a tu libro un título estrepitoso, metafórico,hueco, altisonante, portentoso, retumbante, soberbio, hinchado, rimbombante ycampanudo, de manera que piense un cristiano al leerle, que está oyendo lasbadajadas de la campana grande y cascada de Toledo: que por semejantes títulosse perecen los eruditos de gusto delicado. […] Pero yo, sobrino, aunque tepongo los buenos ejemplos delante de los ojos, dudo mucho que alcances aimitarlos. Porque esto requiere tanto ingenio, que no lo juzgo asequible dequien tenga el cráneo tan tupido, y la mollera tan cerrada como la tuya. Sinembargo, no desmayes: que tal vez excederás a los que pretendas imitar. Ellosfueron hombres y tú eres hombre

Decía que me siento convertido en sufrido SanSebastián fondón de su sátira porque conviene recordar, ahora que hace ya unsiglo que comencé a hablar…, que esta supuesta conferencia tortuosa lleva portítulo bartolesco: Las zahúrdas de Hermes: Los ojos que leen; elcerebro que exprime; los pulgares* que crean…

Espero que losbenévolos oyentes no me lo tomen en cuenta. En última instancia me acojo a laacreditada humildad socrática: Yo no soy un hombre que, seguro de sí mismo,lía a los demás —se justificaba Sócrates ante sus siempre sorprendidosinterlocutores—; si yo enredo a los demás es porque yo mismo me encuentro enel más absoluto embrollo. Y si ello no bastara, me acojo al lúcido dictamende Walser en sus Microgramas: No es en el camino recto, sino en losrodeos, donde se encuentra la vida.

7.Un mamotreto ejemplar: El plantador detabaco, de John Barth.

Finalmente, ¡ala cuarta vez que lo anuncio sí que va la vencida…!, y si aún me queda algo de ese tiempo que solopasa volando cuando no se ha de dar una conferencia…, me gustaría dedicar unas brevespalabras a un «mamotreto» que leí hace más de treinta y tres años, lo querecuerdo, desmintiéndome una vez más, por la sencilla orteguiana razón vital deque aún no había nacido nuestro primer hijo, y que he vuelto a releer en homenaje al autor,para infinito placer lector mío y para, como ha sido el caso, poder hablar hoy deuna obra, acaso poco leída, pero de lectura más que agradecida. Me refiero a Elplantador de tabaco, de John Barth, de quien pasado mañana se cumplirán losdos meses de su muerte.

Del mismo modo que la lectura seguida delas 46 novelas de los Episodios nacionales la emprendí y consumé, una detrás deotra, ininterrumpidamente, desde Trafalgar hasta Cánovas, a raíz de una operación de menisco que meobligó a guardar reposo, primero, y muy limitados ejercicios después, ya unavez jubilado, el clásico tiempo sin tiempo para el que me las reservé; Elplantador de tabaco la leí también de una «sentada» durante el mes de bajaque me deparó, en su día, la operaciónde colecistectomía, es decir, la extracción de la vesícula. Como se trata deuna lectura apasionante, no estaba yo en condiciones, en aquel momento, dedetenerme a subrayar nada, algo que sí he hecho profusamente en la recienterelectura, de modo que me permitiera volcar el resultado en un recensióncrítica.

Me va a resultar harto difícil, sinembargo, hacerle los honores que merecea una novela concebida desde el exceso y con un meditado plan que, aprovechandoreferencias reales, documentadas, alza una arquitectura narrativa bien podríadecirse que a gusto de muchos lectores de muy variadas inclinaciones: desde lanovela de aventuras a la novela filosófica, y siempre, eso sí, con lareferencia constante a la obra de Cervantes, a quien el autor, sin dudarlo lomás mínimo, atribuye una cita que, hasta donde se me alcanza, y también hastalos alcances de un eminente cervantista acreditado como el propio EmilioPascual, parece espuria: ¿Acaso nonos habla Cervantes de un poeta español que se mercó una puta por trescientossonetos que trataban el tema de Píramo y Tisbe?, dice el poeta,protagonista de la novela, cuando se empeña en pagar con una poesía el paso deun río en barca…

El plantador de tabaco es unanarración que hunde su raíces en la época de la colonización del lado este delterritorio usamericano y en la lucha por la independencia de Gran Bretaña, sibien la narración propiamente dicha tiene esos hechos como un decorado de lasverdaderas acciones de la novela: la misión del protagonista, nombrado PoetaLaureado de Maryland, de escribir la que imagina que devendrá la más célebreepopeya del lugar: la Marylandiada; asumir las riendas de la plantaciónfamiliar, y preservar a toda costa sucondición virginal, un poderoso motivo recurrente que atraviesa la novela conmuy diferentes efectos, en función de las mil y una situaciones cambiantes quele son dadas vivir al ingenuo y cultivado protagonista, Ebenezer Cooke, quien,como se recoge en la narración: «El Paraíso perdido se lo sabía de cabo arabo; Hudibras, de arriba abajo».

El planteamiento inicial parece acercarnosal género de la novela histórica, y, de hecho, la obra se ha creado a partir depersonajes reales, no inventados, pero el resto forma parte de una de las másfelices invenciones que le haya sido dado leer a este lector voraz yagradecido. Andando la novela, advertimos, además, las serias reservas delautor frente al concepto de «historia», si nos atenemos al sabio juicio deHenry Burlingame, acaso más protagonista que el propio Ebenezer Cooke: Lograve es que incluso los hechos por sí solos son confusos, más aún si seacepta, como toda persona inteligente debe aceptar, que se puede actuar mal conbuenas intenciones y a la inversa; y todavía más: si defiendes que el bien y elmal son cuestión de perspectiva y que varían con el punto de vista, latitud,circunstancia y época. La historia, para abreviar, es como esos pozos de losque oído hablar en los desiertos de África: las más variadas bestias puedenbeber allí codo con codo, con igual aprovechamiento.

Antes de continuar, no obstante, permítanmedecir dos palabras acerca de esa enigmática referencia bibliográfica para loslectores no especialmente aficionados a la literatura inglesa. El Hudibras,de Samuel Butler, por si alguien lo desconocía, es una parodia del Quijote contrasfondo religioso antipuritano y promonárquico, tras la revoluciónparlamentaria de Cromwell, pero tan inglesa que le veda la posibilidad dedespertar las simpatías lectoras de otras latitudes, atendiendo al hecho deque, además, es una suerte de ajuste de cuentas con poetas menores británicosde aquella época. Es importante la referencia en la novela a esta obra porquemarca no solo la influencia cervantina en Barth, sino porque sirve deprecedente para la métrica empleada por Ebenezer: el pareado. De hecho, más queuna parodia del Quijote se trata de una antítesis, porque de ningún modoaparece en Hudibras la grandeza de Don Quijote. La locura del caballeroHudibras, en efecto, no procede del ideal de la caballería, sino de la autosuficienciade la razón, de la que el caballero se considera propietario universal o pocomenos, aunque sus desatinos sean parejos de los del licenciado Vidriera cuandoeste “no toca”.

Por cierto, este Samuel Butler, escritor satíricodel XVII, is not to be confused with… con el otro Samuel Butler, tambiénsatírico, del XIX, y autor de dos libros muy famosos: El destino de la carne,de carácter autobiográfico, y la utopía Erewhon que es anagrama doble denowhere y de now here, donde, entre otras muchas cosas deinterés, alerta contra el futuro poder de las máquinas, ante las que lahumanidad se convertirá en la «raza inferior». Se trata de la primerainsinuación de los peligros de la ahora tan de moda inteligencia artificial-Aldous Huxley reconoció la importancia del libro y su influjo en la creación desu propia utopía: Un mundo feliz. Recordemos, porque acaso no lo dije ensu momento, que en el libro de Walter Tevis del que ya hemos hablado, Mockingbird,Sinsonte, que me descubrió Emilio, son los robots los dueños del planetay quienes tienen sometidos a los pocos humanos que quedan…

EbenezerCooke, como hemos dicho, y damos por cerrada la digresión bibliográfica…, es elprotagonista de El plantador de tabaco, si bien el instructor de losgemelos, pues Ebenezer tiene una hermana gemela, Anna, no tardará endisputarle, por méritos propios esa condición. En efecto, Henry Burlingame vapoco a poco apropiándose de la narración con un poder de seducción que este lectorcasi da por pasajes perdidos todos aquellos en los que no aparece nuestrointrigante, camaleónico y ovidiano Burlingame: el hombre de las miltransformaciones, de las más insólitas personalidades: un repertorio demutaciones que fija, incluso, su propia concepción de la vida: ¿No es la imprecisión de nuestraspercepciones, pregunto, lo que nos permite hablar del Támesis y del Tigris,o incluso de Francia e Inglaterra, pero sobre todo de yde ti como si los objetos a que tales nombres hacían referencia en eltiempo pasado guardaran alguna relación con los objetos presentes? A fe mía queal hilo de esto que decimos, ¿cómo sería posible que habláramos de objetosde no ser porque la imprecisión de nuestra visión no alcanza a advertir loscambios que en los mismos se operan? El mundo es en verdad un flujo, comoafirmó Herácl*to: el universo mismo no es más que cambio y movimiento.

Este párrafo nos permite entender,imagino, por qué la vertiente filosófica de la novela supone uno de sus grandesatractivos. Reparemos, no obstante, en la equívoca transparencia del nombre delpersonaje: «Burlingame», que muy osadamente podríamos traducir como «juego deburlas», castellanizando en «burlas» el burl que hace referencia, sinembargo, a las agallas nudosas que afectan a tantos árboles; aunque laconcepción lúdica de la existencia la expresa, sin embargo, y con inusitadofervor, el poeta virgen, quien «rueda» por la narración como llevado, ¡y casisiempre a trompicones!, por ese Dios Azar al que tanto poder le reconoce:

Preguntarle a alguien qué opina dejugar por dinero es como preguntarle qué opina de la vida. […] Más aún,¿no es la vida una apuesta desde el principio hasta el final? Desde el momentoen que somos concebidos es un juegonuestra vida; cada comida que hacemos, cada paso que damos, cada giro queefectuamos es un desafío que le hacemos a la muerte; los hombres todos sonpeleles en manos del azar, salvo el suicida, e incluso este juega la apuesta desi existe un infierno en el que se consumirá. Así pues, por fuerza, el que amala vida ama el juego, porque el juego es una conquista del Dios Azar. Además,todo jugador es optimista porque jamás se apuesta si uno cree que va a perder.

La adscripción cervantina del texto quedafijada cuando Burlingame, tras ser rescatado como Moisés de la canastilla en laque ha sido abandonado en el río, y tras haber sido enseñado a leer y aescribir por su madre adoptiva, acaba descubriendo un ejemplar del Quijote: metropecé […] con un ejemplar del Quijote de Motteux; me pasé el resto deldía con el libro, pues aunque Mamá Salmon me había enseñado a leer y aescribir, aquella era la primera historia verdadera que leía. Tanto mecautivaron el gran manchego y su fiel escudero que perdí la noción del tiempo,y el capitán Salmon me echó una regañina por presentarme tarde ante elcocinero. Aquel día dejé de ser marino para convertirme en estudiante. Unlibro, en consecuencia, que «marca» un destino vital, expresión máxima delpoder absoluto de la literatura.

De lo dicho se deduce claramente que unode los muchos hilos interesantes que se nos ofrecen en la novela es el deldescubrimiento de la identidad de Henry Burlingame. Y el giro narrativo que nosva a llevar de sorpresa en sorpresa no es otro que el descubrimiento de lareferencia a un tal Burlingame en la historia de John Smith y la princesa indiaPocahontas, que John Barth reescribe para nosotros: técnica del manuscritohallado que irá apareciendo en la novela hasta llegar al magnífico capítulo dela berenjena, sobre el que no me cabe dar explicación ninguna, pero que seinscribe, por derecho propio, en una vena, la escatológica, cultivada conesmero por Barth, quien consigue escribir capítulos memorables en los queningún pudor veda el desarrollo de acciones que harían enrojecer a los máspudibundos y celebrarlas a los más procaces. Esa veta escatológica forma partede los antecedentes literarios de la obra, porque no hemos de olvidar que el Hudibrástiene, además de la influencia cervantina, la del ubérrimo Rabelais.

Lareferencia al Quijote va más allá de la creación de los personajes, y atiende,además de a las historias intercaladas que alargan provechosamente para ellector la disparatada trama de la obra, a recursos estructurales tanreconocibles en el Quijote como los refranes de Sancho, aquí convertidos enproverbios populares que festonean la narración, por no hablar de los intercambiosde personalidad entre Ebenezer y sus diferentes criados, especialmente BertrandBurton —otro sosias de Burlingame—, quien se hace pasar por él ante el pasajeen el largo y accidentado viaje a Maryland: Esto de ser señor no tiene muchomisterio, de eso me he dado cuenta; lo puede hacer cualquiera que tenga prontoel ingenio y los ojos y las orejas abiertas. […] Nadie sabe valorarmejor que vuestro criado los méritos de la riqueza y del nacimiento —afirmó conbenignidad—, pero que me ahorquen si merced a la una o al otro jamás hombrealguno fue un ápice más inteligente o virtuoso.

Quizá, retomamos el hilo de losproverbios…, sobrepasen estos de largo lasesquicentena, y a veces se encadenan unos con otros en la conversación como elpropio Sancho engarzaba refranes para desesperación de su amo. Son de estetenor, y siempre insertados en los diálogos con una vocación aclaratoria queincita, a veces, al juego de espadachines, por cómo se ataca y se responde conellos: Un gallo gordo es el mismísimo diablo cuando anda entre gallinas.Había cenado antes de que el sacerdote hubiera bendecido la mesa. Queindica que la joven en cuestión ha sido desvirgada antes de pasar por lavicaría. Un gran hombre y un gran río son malos vecinos. El botín de un reyes una bendición dudosa. Los locos irrumpen donde los sabios no se atreven apisar. La tormenta puede tomar un castillo que jamás caería ante un asedio. Elhombre que sabe lo que necesita consigue lo que quiere. La cólera posa su miradaen el pecho de los hombres juiciosos, mas solo descansa en el seno de los locos.Todos ellos, en conjunto, adornan los diálogos con una naturalidad y capacidadde persuasión fuera de toda duda, porque la sabiduría popular los usa comoargumentos apodícticos.

Son muy frecuentes, en la novela, losdiálogos con serias reflexiones sobre asuntos culturales, porque tantoBurlingame como Ebenezer mantienen una rivalidad incesante de principio a finde la historia, la propia del maestro y del discípulo que quiere emanciparse desu tutela:

Importa un rábano lo poco omucho que se haya vagado por el mundo, o que uno se haya quemado los ojosdelante de los libros, o que se haya afilado el ingenio con inteligentescompañías; el caso es que cada vez que uno dice sí, siempre le dirá no alguienque es un poco más simple, y otro tanto hará alguien que es un poco másbrillante, de modo que a las gentes inteligentes les importa menos lo que unopiensa que por qué lo piensa. Eso es lo que me salva.

—Yo más bien diría que eso es lo queacabará contigo! El necio puede repetir cual loro los juicios del sabio, pero jamás puede esperar ser capazde defenderlos.

Vuestro poeta no ha menester decomplicarse la cabeza dando ninguna explicación: los hombres creen que están enposesión de la llave maestra que permite el acceso a la alcoba de la Dama de laVerdad, por lo que se sonríen cuando vena los sabios aprestar sus escalas en el patio. Esa Urbanidad y Sensatezde que habláis son sus peores enemigos; el poeta lo que tiene que hacer espellizcarles a las damas en el trasero y tirarles de las barbas a los eruditos.Podríamos decir que sus modales son su solo argumento, y una sonrisa enigmáticasu única refutación.

Pero Ebenezer, poeta y virgen, hace unaencendida defensa de su condición: El poeta posee el ojo del pintor, el oídodel músico, la inteligencia del filósofo, la persuasión del letrado; cual undios atisba el alma secreta de las cosas, la esencia que se oculta bajo laforma de las mismas, sus más recónditos recodos. Cual un dios conoce lasfuentes del bien y del mal: ve la semilla de la santidad en la cabeza de unasesino, el gusano de la lujuria en el corazón de una monja.

No han de extrañarnos las dos últimasafirmaciones del poeta, porque la baqueteada existencia de Ebenezer desde quese embarca para las colonias hasta que llega y pierde y recupera su hacienda yse reencuentra con la prostituta Joan Toast, con quien se acaba casando, le hanpermitido al protagonista adquirir una visión del mundo que ha tirado por laborda cualquier rasgo de idealismo que pudiera haber albergado desde que supadre lo instituyó como heredero de los bienes familiares.

Créanme, es muy difícil intentar resumiren unas pocas palabras una obra que es un homenaje a la literatura como viajeexistencial y físico, porque buena parte de ella transcurre en travesíasmarítimas y tiene en los barcos un espacio privilegiado, no en vano el autor esun aficionado a la náutica, como se aprecia en la foto de la portada de uno de suslibros de ensayos literarios: Further Fridays, así llamados porque en elprimero de ellos The Friday Book, Barth confiesa que de lunes a juevesescribe ficción y que los viernes los dedica a la no ficción, de ahí ambostítulos.

Esta obra cierra su trilogía del escepticismo,una visión muy negativa de la existencia, influida por la lectura delexistencialismo francés. Estamos, pues, ante un libro que no solo recoge lanovela inglesa del XVIII, sino también buena parte de la mejor literaturauniversal. La virtud de Barth en estaobra magna, a la que cabe considerar un mágico «mamotreto», es haber sabidotransitar con éxito por la novela de aventuras, la novela sentimental, lapicaresca, las intrigas políticas, la gran novela del XIX, la novelafilosófica, la novela histórica…, y todo ello con un sentido del humor y unacompasión para con sus personajes que nos hacen inolvidables muchos de lospasajes de la novela, sea por su crudeza, por su humor irreverente o por sudelicado equilibrio entre lo escatológico y las más nobles pasiones humanas.

El plantador de tabaco es unanovela idónea no solo para los lectores amantes de los «mamotretos», cuanto,además, para los lectores lentos y delicados que paladean los frutos delingenio y del estilo allá donde súbitamente aparecen, y a veces donde menos seesperan, como muchas de las reflexiones que jalonan un viaje tan maravillosocomo el de la lectura de este libro inmortal.

No me resisto, ya para acabar, a comparar la referencia a Clío, la musa de laHistoria, que se hace en esta novela conla que se lee en los Episodios Nacionales de Galdós:

Mariclío es una maravillosa invenciónnarradora de Galdós, y así nos la describe en ellos:

O’Donnell es el rótulo de uno de loslibros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecidajamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vidaescudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que nopueden decirse, las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas conjeturasrazonables y mentiras de adobado rostro. Lleva Clío consigo, en un granpuchero, el colorete de la verosimilitud y con pincel o brocha va dando sustoques allí donde son necesarios.

Se trata de la misma Clío que, para Barth,o mejor dicho, para sus personajes, es incapaz de franquear ciertos límites:

Los ojos de Clío son como los de lasserpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra laascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (lasverdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo)m ella norepara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en losterritorios que son dominio de la Filosofía.

Quizás no haya otra manera más congruentede acabar esta invitación a la lectura de una obra que, a mi modesto entender,habrá de ir creciendo en la estimación de los lectores futuros hasta acabarganando la condición de clásico indiscutible, que la de recordar el entusiasmode un personaje secundario ante uno de los relatos que se multiplican en estahistoria de historias: Un cuento bien urdido es chismorreo de dioses, aquienes les es dado ver el corazón y la médula de la vida que hay en la tierra;es la telaraña del mundo; la Urdimbre y Trama… ¡Vive Dios, lo que me gustan lashistorias, señores!

Muchas gracias.

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